14 diciembre 2011

'Ya no quedan hombres orquesta' de Guillermo céspedes


Ya no quedan hombres orquesta.


El resplandor azulado, tranquilizador, inundó la habitación de golpe. Sin previo aviso, la luz ganó la batalla. La televisión estaba encendida.


La rápida sucesión de colores desconcertó al principio a los cuadros del salón, que se dedicaron a devolver los destellos uno por uno, sin poner nada de su parte, como había sido habitual hasta entonces. 
Tras un rato, el sofá se decidió a crujir, lo que llenó de regocijo al aparador, haciendo que todos sus trofeos, vajilla y ornamentos variados tintineasen placenteramente. Unos tonos ocres, manchados de vez en cuando por algún verde y azul imbuyeron una sensación de calma generalizada, permitiendo que las sillas, enfrentadas como siempre, firmaran un armisticio. 
Las cortinas, siempre dispuestas a colaborar, decidieron hincharse y deshincharse de forma acompasada y rítmica, meciéndose con la inexistente brisa que nunca llegaba a ellas.


Entonces ocurrió.


El ronquido sordo de Julián detuvo a las cortinas, disgustó a las sillas, colocándolas de nuevo, firmemente, en posturas antagonistas, provocó un zumbido en la vajilla, duramente reprendida por un enfurecido aparador y obligando finalmente al televisor a desconectarse. Volvió la oscuridad.


Julián despertó aterido, la manta se había deslizado junto al almohadón y reposaba acurrucada plácidamente. Ofreció sus más sinceras disculpas al trozo de tela, la cogió estirándola y se cubrió con ella al levantarse. Le entró una gran melancolía al ver el desastre generalizado que había a su alrededor. Desde que Greta se marchase, una auténtica cinturón negro del Feng-Shui, las cosas no estaban bien por allí. 


Se asomó a la ventana y sonrió al comprobar que la calle seguía igual. Era una constante en su caótica vida. Disfrutaba más mirándola que paseando. lo que se ve desde un lugar elevado es mucho más bonito que a nivel de suelo. Las pequeñas cosas no son tan perfectas como las grandes, era una cuestión de escala y discriminación visual. Las porquerías que dejan un perro y su dueño no se ven desde el piso octavo. Mantenía los ojos abiertos, con miedo a cerrarlos por si cambiaba algo al parpadear. 


Su primer acto de rebeldía en años consistió en comprar dos láminas enmarcadas en aluminio con cristal mate de Rothko y colocarlas encima del sofá. Quedaban realmente bien, pensaba Julián mientras Greta abandonaba siete años de sus vidas con un portazo. Ni siquiera le dio la opción de enmendar su error, no hubo preguntas ni reproches. No hubo discusión ni despedida. Se fue con su bolso, tal como había llegado del trabajo y no volvió. 
No le cogió las infinitas llamadas que le hizo, no contestó a ninguno de sus desesperados mensajes y en el trabajo no sabían nada de ella desde ese día en el que salió, como había sido habitual, tarde, despidiéndose, como tenía por costumbre con un 'hasta mañana gente'. Greta no mantenía lazos familiares, eso era algo que a Julián siempre le desconcertó de ella, una hermana que vivía en Escocia y con la que nunca habló estando él presente y un tío Bávaro al que mandaba una felicitación escrita en alemán una vez al año.


-Sólo le haré una pregunta más, señor Gurrea ¿Dónde está el cuerpo de Greta Cadirer? -Dijo el Inspector García mirándole a los ojos. Dejaba bastante clara la postura oficial de la Policía respecto al caso. Él era el principal sospechoso de... ¿asesinar a Greta? Comenzó a marearse.


-¿Nervioso? ¿Le incomodo, quizás? -El tono de voz y la mirada de García incomodarían a una piedra de Jerusalén, pensó Julián. Si le hubiese preguntado cómo quedó el partido del día anterior, también se hubiese puesto a temblar como un flan.


Un martes salió de casa para el paseo habitual. Panadería, Mercadona, casa. Pero escuchó una música delante suyo, en un coche azul que giraba la esquina y desaparecía en ese mismo momento, que le recordó la reseña leída un par de días atrás sobre ese grupo de nombre impronunciable. Vino a su cabeza el recuerdo de cuando todavía conocía los nombres de los grupos que salían en las revistas musicales y decidió cambiar su habitual paseo de intendencia por el consumo de música en formato físico. Actualizaría su fonoteca con discos posteriores a la irrupción de Greta en su vida.


Subió al bus después de esperar un buen rato, incómodo por el sin techo que no hacía más que mirarle desde el otro extremo de la calle, se sentó y se imaginó a sí mismo delante de un joven dependiente de la tienda, preguntándole qué había salido en los últimos siete años que mereciera la pena y se derrumbó. Sería patético, además de no confiar en el criterio de un dependiente al que no le gustaría lo mismo que a él. Cambió de planes de nuevo. Una barra de pan, café y productos de limpieza daban menos dolores de cabeza e implicaban menos posibilidades de hacer el ridículo. 
No se imaginaba a la malcarada dependienta del súper criticándole por su falta de criterio al escoger productos de gama blanca. Pulsó el botón de solicitar parada y bajó. Toda su energía se había vuelto a desvanecer. Comenzó a deshacer el camino, lamentándose de lo que pensarían los usuarios de ese bus al verle bajar dos paradas no más allá de su incorporación. Vio a una pareja de jóvenes que andaban delante suyo y se fijó en la cadencia de sus pasos. Eran rítmicos. Tenían fuerza. Irradiaban seguridad. Un leve balanceo de la cadera y de los hombros. 
No, no era eso. 


Eran las zancadas, ni muy largas y por supuesto nada cortas. Se fijó en sus vacilantes y torpes pasos, parecía un niño pisando charcos, alguien con pocas ganas de llegar a ningún sitio, o todo lo contrario, el extraño en un lugar hostil, buscando la seguridad del hogar. Daba igual, andaba como un pato. Dejó que la pareja se alejara mientras él curioseaba con mal disimulado interés un escaparate de un comercio a todas luces abandonado. En el reflejo de la luna se vio y no le gustó su aspecto. 
Un cuarentón sin ningún tipo de atractivo especial, calvo y sin afeitar. No protagonizaría una película, desde luego. Ni siquiera un anuncio de píldoras contra la impotencia. Los que la sufrían no estaban tan contentos como aquellos que la farmacéutica usaba como modelos.


 Su ropa no estaba bien, no era que fuese antigua, ni estaba sucia, sólo era anodina. La ropa de un funcionario de prisiones al salir del tajo, y había algo más. Detrás suyo había un coche azul. Se volvió y el coche ya giraba la esquina. la sensación de desasosiego volvió y se acentuó más cuando notó algo en el contenedor de enfrente. Se acercó a ver el objeto tirado en el suelo, junto a los dos contenedores verdes. Era una guitarra. Una Fender Stratocaster, americana y de color chocolate partida por la mitad. Las astillas del mástil estaban justo ahí. La habían tirado en perfecto estado y luego roto en el mismo suelo junto a los contenedores. 
No pudo más, se agachó junto a la guitarra y se rompió también él. Lloró durante minutos sintiéndose completamente incapaz de parar. Recogió el instrumento defenestrado y volvió a su casa, dándose cuenta de que estaba a sólo dos calles.


-Hay un cargo en la tarjeta de crédito de su novia, señor Gurrea. -Dijo García.
-¿Sí? ¿Dónde? Dígamelo, por favor. tengo que encontrarla y aclarar todo este asunto. -Añadió suplicando Julián.
-No se lo podemos decir, el juez ha decidido decretar el secreto del sumario hasta nueva orden. -Sonrió García sabiendo el desagradable efecto que producía.
-Pero si me acaba de decir algo increíble... ¡hay esperanza de localizarla! -Bramó Julián.
-Se lo hemos dicho por si sabía usted algo al respecto ¿Ha usado la tarjeta de su novia últimamente?
-No. nunca, que yo recuerde.
-¿Quiere decir eso que pudo haberlo hecho y no recordarlo? -La sonrisa del Inspector seguía presente.
-¿Qué? -Julián se rindió. No podía hacer nada para que ese policía confiase en él.
-O quizás es que no quiere acordarse, ya sabe.
-No, no lo sé. Por favor, ayúdeme a encontrarla.
-Le seré sincero. El perfil de la señorita Cadirer es muy peculiar. Treinta y cinco años, ejecutiva de una multinacional con grandes ingresos y una educación de lo más exclusiva. No es el tipo de persona que deja su trabajo y su vida por una riña sobre unos cuadros...
-Ya se lo he explicado, no fue una discusión. Simplemente se fue al ver las láminas.
-Láminas dice ¿no? El caso es muy curioso. Usted no denunció la desaparición de la señorita Cadirer hasta hace dos semanas. Cuando ya habían pasado veintidós días desde que la vio por última vez ¿no?
-Sí. Al principio pensé que quería darme una lección...
-Interesante.
-¿El qué?
-Lo de dar lecciones, siga, por favor, señor Gurrea.
-Le llamé, mandé mensajes, intenté contactar con su trabajo, sus amigos...
-Sí. Su trabajo. Amigos, dice ¿no?
-Solía salir con los compañeros del trabajo. Una gente muy aburrida.
-¿Aburrida?
-Eso me parecieron, salí un par de veces con ellos y sólo hablaban y hacían bromas relacionadas con el despacho.
-Ya. Eso se llama complicidad entre colegas ¿Se sintió usted desplazado? ¿Celoso, quizás? Quiso darle una lección ¿no?


Llegó a casa justo cuando la silenciosa e inmóvil guerra de las sillas había parado. El Estado Mayor de ambos bandos decidió decretar el fin de las hostilidades por ese día. Julián, ajeno a las intrigas de la mesita del recibidor y el perchero, dejó las llaves y colgó su abrigo en los dos conspiradores, respectivamente, se descalzó y llevó la defenestrada guitarra hasta el sofá 
¿Por qué? Se preguntaba desde que la vio ¿Por qué la tiraron? ¿Por qué la rompieron? ¿Fue la misma persona? ¿Por qué le afectaba tanto? Las seis cuerdas seguían puestas, seguramente afinadas todavía, conjeturó Julián. 


Pasó la palma de la mano por el cuerpo, palpando entre los botones y el puente, el vibratto y las pastillas. No eran las originales, pero no eran malas. Su acabado anguloso no le disgustó. Justo al contrario que al mando a distancia, los celos fundieron dos resistencias de doscientos veinte ohmnios e incomodaron a varios transistores. La guitarra había sido usada con asiduidad, eso estaba claro. 
Era como una piedra de río, redonda y pulida. Debía encontrar al dueño ¿Por qué pensaba siempre en un hombre tocándola?


 Y preguntarle por qué la tiró y si la rompió él. Se convertiría en el detective del barrio. Por primera vez en años tenía algo parecido a un objetivo y una especie de plan para lograrlo. Se acostó en el sofá, acurrucado para no molestar a la guitarra y durmió hasta la hora de comer.


Comenzó por su propio edificio. Se dio cuenta de que sus vecinos puerta con puerta eran tan desconocidos para él como cualquier habitante de Singapur. Resultaron ser unos ancianos bastante activos. Formaban parte de la Asociación de Vecinos y no le costó mucho el que le insistieran en unirse a ella. Formó parte activa en el día a día del barrio, ayudaba a las viejecitas con sus enormes carros de la compra, encargaba brioches en la panadería, aunque no le gustaban, y se los daba a Pedro, el personaje alucinado que vivía al margen de todo entre ruinas y deshechos, en el descampado del número sesenta y tres. Pedro era mago. -Uno de verdad -Apostillaba siempre. -La magia existe, pero nos hemos acostumbrado a ella tanto que la tildamos de suerte, fatalidad o simple casualidad, según sea el caso -Decía. -Por ejemplo, el diez pasa con una falta de regularidad ejemplar ¿no? Si vas a coger el autobús y no viene, en vez de desesperarte, enciéndete un cigarrillo con calma, con ganas de saborearlo. Tras cuatro caladas, aparecerá. Eso es un acto mágico, estás haciendo un sacrificio, el tuyo, para acortar una espera incierta. 


Se acostumbró a la compañía de Pedro, y Pedro a la suya. Lo llevaba al bar de Juan y Amparo y le convidaba hasta que salían dando tumbos, jurándose amistad eterna. A veces se juntaban con Laura, la ex encargada del súper. Les aventajaba a los dos en edad y resentimiento contra el mundo. Más de una vez quedaban en el piso de ella para apurar la última, momento en el que Laura abría su cajita negra y servía unas generosas dosis de quitasueños, según ella, o polvos mágicos, según Pedro. Julián se despedía, deseándoles una buena noche e imaginando qué harían un mago indigente y una politoxicómana sexagenaria al quedarse solos. Indefectiblemente después de sus visitas al piso de Laura y ante la imposibilidad manifiesta de dormirse, Julián vagaba por el barrio, saludando a la civilización noctámbula que lo poblaba. 


Ayudó a unos jóvenes okupas a adecentar un edificio abandonado. Llevó a su casa, varias veces a rastras, al Jaume, el marido de la Puri, pues no encontraba ni sus propias pisadas después de gastarse la mitad de su exigua paga en anises. Sacó unas cuantas veces a Débora de un apuro con la policía y consiguió que la pandilla del Tomás, los Feroces, dejaran de amargarle la vida a Gimena, la mulata, antes de que su novio Yuri, un ex combatiente Georgiano tomara cartas en el asunto.


En su casa todo seguía igual. No movió ni cambió nada, al principio por miedo y más tarde por prescripción mágica. Se acostumbró a dormir en el sofá, junto a la guitarra, que cada día parecía más recuperada del fatal incidente, y en el despacho de Greta, encima de los papeles que dejó, llevaba sus anotaciones sobre los posibles destructores de instrumentos musicales. La lista pasó de una página en blanco a cientos de nombres garabateados en más de veinte hojas. Tachados en su mayoría y con distintas anotaciones marginales o letras capitales, a lo largo de los meses quedaron sólo dos nombres sin emborronar: Greta Cadirer y Julián Gurrea.


Me incorporo en el sofá y acciono el mando a distancia del televisor. No ocurre nada. Vuelvo a apretarlo, esta vez con más fuerza, apuntando cuidadosamente hacia la ventanita negra brillante. Sigue todo igual. Abro el compartimento de las pilas y las saco, las vuelvo a meter y las manoseo un poco. Cierro la pestañita y oprimo el botón de encender. No ocurre nada a pesar de la firme colaboración de las baterías, cargadas en un ochenta por cien y de muy buen humor por las caricias recibidas. 
Seguramente no harían nada interesante, me consuelo para dejar el mando en el sofá y levantarme arropado por la manta hasta la ventana. Las cortinas se estremecen al ser apartadas, como un perro acostumbrado a las palizas de su dueño y la ventana me deja ver el exterior. 
En el suelo, junto al contenedor de basura yacen dos láminas rajadas por la mitad, enmarcadas en aluminio con el cristal hecho añicos y una guitarra Fender Stratocaster rota en tres desiguales partes. Un coche azul se detiene en mitad de la desierta calle, baja una persona de él y recoge los tres desahuciados objetos, trasladándolos al maletero. 


Cierra la portezuela, enciende el motor y desaparece por la esquina tan rápido como apareció. Como por arte de magia.



Relato enviado por  Guillermo céspedes 
Gracias  Guillermo  por enviar tu relato ;) 

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