22 febrero 2016

'LA PRIMERA COMUNIÓN' de Miguel Selt

'LA PRIMERA COMUNIÓN' de Miguel Selt

Dice la señorita que el día de la primera comunión siempre lo recordaremos, que seremos mayores, muchas de nosotras nos casaremos, tendremos hijos que harán también su Primera Comunión, pero yo, ahora, solo quiero que mi mamá se ponga buena, se cure de su enfermedad, no quiero que esté todo el día en la cama, que llore.
Ella me llama, me quiere, me acaricia el pelo, pero cuando piensa que yo no estoy, que no la veo, grita, llora, llama a papá, a Simona…
Hoy, la señorita ha venido a casa, y me han llamado a la habitación de mamá. Estaban los tres muy serios, la señorita, mamá y papá. Tuve muchas ganas de escapar, esconderse como otras veces hacíamos mi hermano y yo. Me abracé a mamá y la seño me preguntó si quería hacer la comunión el mismo día que todas mis compañeras. Muy seria dije que sí, pero que lo que más quería era que mamá se pusiera buena y que si no se ponía buena yo no quería hacer la comunión.
Pero la hice, y mamá no se puso buena. Yo tenía que recitar una poesía al Niño Jesús, lo hice muy, muy alto para que me oyera bien, y luego le pedí que mamá se pusiera buena muy pronto, y que Simona no me peinase, me hacía mucho daño, y yo lloraba…

Fue hace días, tomando un café con tu hija, me preguntaste si recordaba cuando nos habíamos hecho amigas. Yo riendo te dije que éramos amigas desde los dos años. Ahora después de una semana de vértigo y sentada delante del ordenador, recuerdo como nos conocimos y el principio de nuestra inalterable amistad.   

Y después de la comunión en la capilla del colegio, comimos chocolate con bizcochos. A veces he explicado como era costumbre en el pueblo, que a los niños vestidos de primera comunión les llevasen por todas las casas de los familiares y conocidos. Todos nos decían lo mismo: Los “buenos niños” que teníamos que ser a partir de este día y lo guapos que íbamos, además de darnos el aguinaldo correspondiente o la preceptiva caja de bombones. Pero yo solo quería ver a mi mamá, que me estaba esperando y que estaría buena porque se lo había pedido al Niño Jesús muy alto para que me oyese bien.
Pero no, cuando llegué a casa, contenta para enseñarle a mamá todos los regalos que me habían hecho, ella seguía en la cama, muy enferma. Apenas me dejaron acercar a su cama, ni darla un beso y me enfadé, grité, pataleé todo lo fuerte que pude. Grité con todas mis fuerzas que nunca más iba a ir a comulgar, el Niño Jesús no me había escuchado. En un ataque de furia me arranqué el velo, y durante todo el día no quise comer ni hablar con nadie.  Pero todos se habían olvidado de mí. Solo al final de día, recuerdo, como en un sueño, que Simona me sacó de debajo de la mesa donde estaba acurrucada, me lavó la cara y me obligó a cenar. Entre lágrimas vi a papá cómo entraba en mi habitación, me besaba y me decía que mamá estaba muy malita pero que se pondría buena muy pronto. A partir de entonces podía ver a mamá, ella no me hablaba pero me acariciaba el pelo y me sonreía.

En el pueblo, ese invierno, hacía mucho frío. Nevaba y en el patio del colegio se habían formado grandes placas de hielo por las que patinábamos. Fue ese invierno cuando nos conocimos. Ese curso compartimos pupitre. ¿Recuerdas esa especie de crucigrama tonto, al que jugábamos en nuestras horas de estudio?, su nombre era AMADEON, y se jugaba haciendo coincidir nombres de chicos con las iniciales: amor, matrimonio, deseo, odio etc. ¿Cuántas veces, la hermana encargada de vigilarnos, nos castigó por encontrarnos en flagrante delito, jugando ese juego lascivo y pornográfico?, y nos expulsaban al patio. Allí fue donde verdaderamente comenzó nuestra amistad, nuestra intimidad, nuestra confraternidad.
La imaginación de los niños es infinita. Tú también lo recordarás. Nos contábamos todo, nos hicimos inseparables. Yo, después de todo el sufrimiento con la enfermedad de mi madre, había llegado a la absurda conclusión de que mis padres no me querían, y que no era su hija, sino que me habían adoptado, sacado de un orfanato. Todavía recuerdo cómo al cabo de unos días, muy seria, tú me explicaste que también eras hija adoptiva, que tus padres solo querían a tu hermano, ya que tú no eras su hija.
Pero supongo que, como es común en todos los niños, todo esto lo vivíamos en secreto, solo nosotras dos lo sabíamos. Y éramos extrañamente felices, rebeldes, traviesas…

Había una sola cosa que nunca te dije y que la guardaba solo para mí, como un pecado inconfesable. En mi entendimiento de niña, pensaba que “eso” no debía decírselo a nadie, ni siquiera a esta amiga que era mi otro “yo”.  
Han pasado sesenta años. Yo era una niña ¿seis, siete, ocho años? Pero aún hoy, y en este momento, podría hacer el retrato robot de ese hombre que nunca he olvidado, sentir cómo muerde mis labios, sus manos buscando mi cuerpo, pero nunca te dije nada, ni a ti ni a esa madre que por no saber no defendía a su hija, que no era mi madre, ni yo su hija.      
No podía hablar, sentía una enorme vergüenza, pero… fue tu amistad, tu presencia casi continua la que me dio valor. Valor para enfrentarme a él, primero esquivándole, y cuando me tenía entre sus brazos, dándole patadas  y arañazos para escapar de sus asquerosos besos.

Pero esto ya es historia, aunque sea una historia triste, que, desgraciadamente, generación tras generación pueda repetirse. Y… quizás, como en las fábulas de Esopo, Iriarte, Lafontaine,  Samaniego,  puede tener su moraleja:
-LA AMISTAD PUEDE COLMAR DE VALOR AL SER MÁS INDEFENSO, TRANSFORMÁNDOLO EN UN SUPERMAN…               
                                                              A M. Carmen, por su amistad                       
Relato enviado por  Miguel Selt
Gracias Miguel por enviar tu relato ;)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sentir tu dolor y tu rabia me hace derramar contínuas lágrimas.