'MAGDALENA' de A.RODRIGUEZ
Divisó los pináculos de la catedral, arropada entre las sombras de la noche.
En cada esquina un farol macilento le ayudaba a serpentear por entre las casas enjalbegadas de blanco. Ahora difuminadas por el ocaso, se desdibujaban fundiéndose con un cielo de estrellas.
Había recorrido aquella calle adoquinada, miles de veces.
Siempre lo había hecho por en medio, de día, con un público expectante, con la eterna ropa de su eterna vida, siempre igual. Ahora esquivaba la luz para pasar desapercibida.
Siempre con el escapulario de la Virgen del Carmen, la mantilla hasta la cintura, la peineta, las ropas negras no muy ajustadas, la mirada hacia el frente.
Siempre bajo un retumbar de tambores en Semana Santa, de lamentos y oraciones en los Vía Crucis, de letanías inconexas en las procesiones del santo correspondiente, de lloros en los entierros de lujo y siempre recitando de memoria con exasperante repetición Salves, Ángelus, rosarios y novenas.
Los eternos consejos familiares sobre su posición social, sobre los pecados de la carne. La formación religiosa perenne por pertenecer a una clase diferente, altiva, dueña de una casta insuperable. Las altas tapias de la casa blasonada como parapeto a las calles donde acechaban los vicios más perniciosos.
El huir de los hombres, de las tabernas donde se fraguan historias de pasiones, donde el pueblo se desea y se ama en el griterío de los tablaos o en el silencio de lugares más apartados.
Ella era diferente desde pequeña. Estaba destinada a otra cosa. Pero no lo soportaba más. Y un día, en el claroscuro de la Catedral, sentada en su eterno y privilegiado banco lo vio a través del velo, como si fuera una sombra grisácea.
Obvió por unos segundos los cánticos de aquel Misterio Gozoso, manido, que asustaba a las palomas en las bóvedas del altar mayor y concentrando en él una tímida mirada apretó el escapulario de la Virgen del Carmen tratando de controlar un corazón que se le desbocaba.
No perdió el recato, pero con un sudor incontrolable, se levantó a los pocos instantes, miró con un cierto descaro a aquel hombre y sin torcerse un centímetro de una supuesta línea recta salió de la Seo.
Cuando el ruido de aquellos acompasados tacones dejaron al eco perdiéndose en la altura de las crucerías, en el pórtico, Adela recibió el soplo de un viento fresco.
Pasó dos noches en el duermevela de una excitación que le traía sueños nuevos, imposibles: Resbalar de cuerpos sudorosos, besos que dejan marcas en la piel, sabores inescrutables, promesas, brazos que la inmovilizaban, frases violentas, respiraciones entrecortadas ,posturas increíbles ,sentir, vivir…amar.
Al ocaso del tercer día y bajo una supuesta cita, Magdalena ascendió el camino de la Catedral. Disponía como privilegio, la llave de una pequeña puerta por donde a horas en que la principal permanecía cerrada, entraba con otras de su ralea para encender velas, cambiar flores, rezar por algún difunto o sencillamente reflexionar sobre su existencia desgraciada.
Un diablo incrustado en una ménsula del pórtico llamó su atención. Siempre esquivó la mirada de aquella figura maldita, pero ahora la sonrió levemente bajo la protección de la oscuridad.
Entró en la nave.
Sus pasos resonaban lúgubres en aquel tabernáculo de piedra dormida. A la luz temblorosa de las velas, los altares acentuaban la palidez de los santos, de las vírgenes y querubines .Sus ojos de vidrio parecían seguirla con el reflejo de las llamas de cera. Un murciélago trazaba arabescos silenciosos sobre el altar mayor.
Él estaba en el mismo sitio, en la misma postura, como le recordaba.
Corrió imparable a su encuentro, atronando las bóvedas en su carrera.
Se abrazó al cuello apretándolo contra el pecho. Le besaba la boca con los brazos extendidos, buscando sus manos, gimiendo. Gritaba ¡! Silencio!!” mientras de manera brusca se desnudaba.
Pasó la lengua por la herida del costado, apretó el pubis contra sus caderas. Agarrada a los clavos le lamió con desesperación las heridas de la cara, se deslizó sinuosa hasta sus piernas mordiendo cada centímetro de piel y en aquella locura sensual clavó las uñas en la tela de arcilla que le cubría las ingles, en un vano intento de separarlas. Exploró cada rincón de aquel cuerpo herido, con las manos, con la boca, con todos los sentidos, mientras la figura torturada permanecía impasible. Consiguió el clímax a horcajadas sobre el pecho, con las manos tapando la cara del Crucificado. Un largo gemido se perdió hacia las cúpulas de la nave.
Luego llorando observó aquel rostro perfecto, hermoso, hendido por las espinas, con un rictus de dolor y muerte en los labios, las mejillas flácidas, los ojos inexpresivos medios cerrados, brillantes, los surcos morados de los latigazos, la sangre coagulada de la nariz.
Las lágrimas de Magdalena resbalaban por las costillas cárdenas de la figura formando un hilillo. Caían lentamente en la tabla donde además del Cristo reposaban las gubias, los cinceles y otros instrumentos del restaurador.
Enarboló una maza y empezó a golpear la faz del Nazareno. Los lloros se mezclaban con la rabia puesta en cada impacto. Cuando el rostro había desaparecido en forma de escombros que volaban en todas direcciones, Adela lo miró con expresión demente.
En medio de un silencio sepulcral solo las palomas continuaban un vuelo asustado en las alturas.
“!!Nunca dejaré que te vuelvan a subir en la Cruz!!”. ¡! Te romperé cien mil veces, para tenerte tendido siempre a mi lado!!
Relato enviado por A.RODRIGUEZ
Gracias A.RODRIGUEZ por enviar tu relato ;)
2 comentarios:
Gran y perturbador relato. Felicidades A. Rodríguez, me ha gustado mucho. Aquí dejo mi blog de relatos, para aquéllos que quieran pasarse a leer.
http://limpiadorehistorias.com/2016/03/06/paz-mental/
Hola, me gusta tu blog, aquí dejo el enlace del mío. Besitos
https://lunavalencianablog.wordpress.com
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