'Jugando a ser militares' de Antonio Castro
Aquella mañana tocaba misión militar. Hacía frío de otoño, y la lluvia guiñaba el ojo en el horizonte con destellos metálicos. Pero no había excusa alguna: éramos militares. Mi hermano, mi vecino Edu y yo nos ataviamos con el chándal más confortable y las zapatillas de deporte ’que andaban por las paredes’ y nos marchamos al 'Campo de Tiro'.
La aventura debía ser al puro estilo ‘Goonies‘, realmente fuimos pioneros en ese género, como cualquier niño nacido a mediados-finales de los setenta. Por entonces la tecnología seguía sometida a los juegos tradicionales. Aquel sábado de octubre no servían las bicicletas ni los monopatines Sancheski naranja; íbamos a atravesar la zona de las charcas, por lo que era mejor ir a pie. Tras decir en casa que íbamos a jugar al fútbol, nos pusimos manos a la obra. De fondo, el eco de los disparos nos encendía sonrisas cómplices.
“Podemos coger ranas…”, oferté con la voz entrecortada por el ritmo de la expedición y el frío de aquella mañana; “hemos venido a buscar balas, deja las ranas para otro día, tenemos que concentrarnos en esto”, proclamó mi hermano; “Claro, hoy tenemos otra misión”, apostilló mi vecino con ‘rintintín’ de pelotilla de turno. Y seguimos con rumbo fijo. Ellos mantenían la mirada al frente, casi ausentes e hipnotizados, mientras que yo caminaba entre dos mundos: el de la pólvora que tanto respeto me provocaba, y aquellos reptiles que hoy me despiertan tanto repeluco y entonces me fascinaban.
“¡Al suelo!”, exclamó mi hermano con voz firme. Como tres limones caídos del árbol nos acurrucamos en la base de un eucalipto armado de maleza. Pocos segundos después pasó justo a nuestro lado el ‘tanque’ que transportaba a nuestros enemigos, o al menos eso decían mis ojos y mi mente. Por entonces, mi hermano tenía más que claro que sólo era el camión en el que se desplazaban aquellos militares que aprendían parte de su trabajo con prácticas de tiro, pero el verme con los ojos inyectados por la adrenalina del momento supongo que no tenía precio.
Reanudamos la marcha con paso firme y cuando terminaba de sacudirme las hojas y los restos del camuflaje arbóreo de mis ropas se abrió ante nosotros un inmenso océano sin agua. “Ya hemos llegado", dijo mi hermano. Yo me dispuse a sacar mi bolsita de plástico del bolsillo con el rostro encendido. ‘El campo de Tiro’, aquí es donde lucha a muerte el enemigo, pensé para mis adentros. Era una especie de campo de fútbol gigantesco hundido en el suelo, y en las paredes, forradas de arena arcillosa, era donde mi hermano y mi amigo ya estaban buscando munición de todo tipo. Me sentía una persona importante; más incluso que quienes salían por la tele; uno de los más famosos de mi colegio con diferencia. “¡Una bala redonda!”, grité a un cielo que devolvía mi voz de inmediato. “Son bolas de goma, las usan con escopetas especiales. Aunque no suelen matar hacen mucho daño”, me explicó el sabiondo de mi hermano. Una hora después tenía mi bolsa repleta de casquillos de bala, alguno que otro entero a modo de trofeo de valor incalculable, y bolas de goma. Tenía incluso más que ellos. Había demostrado que podía ser militar y combatir en una guerra.
Comenzaba a chispear, y el jolgorio de las ranas nos anunciaba que era mejor regresar a casa, además en nuestros estómagos también comenzaba otra fiesta. Solía verme envuelto en ‘accidentes‘ imprevistos, y aquella mañana, de vuelta a casa, quedó de nuevo claro. Mis amigas croaban cada vez con mayor intensidad y quise verlas de cerca, como siempre. Pero el borde del cauce del riachuelo ya estaba húmedo, y mis ‘paredes’ no eran infalibles, así que la curiosidad me hizo resbalar y ni mi hermano ni Edu pudieron evitar el chapuzón. Mi vecino rió, mi hermano le dio una patada en el culo y yo lloré por él; el vigoroso militar en potencia yacía panza arriba y rodeado de ranas en una charca helada…
Ya en casa y con el chándal en el bombo de la ropa sucia, recuerdo el ruido de la olla Express afinando un guiso que alimentaba con su olor. Yo estaba jugando con mis juguetes en la bañera y me sorprendió mi madre. “Vamos, arriba que hay que comer. Y a ver si me puedes explicar cómo te has puesto así jugando al fútbol”. “Nos cogió la lluvia, mamá“. “¿A ti sólo? Porque tú hermano está sequito. O tú eres más tonto que nadie”. Entonces fue mi padre quien entró en escena con mi bolsa de municiones en la mano. “¿Puedes decirme de dónde has sacado esto, jugador de fútbol?”. Mi madre terminaba de secarme y yo me vestía cabizbajo, implorando el socorro de mi hermano, que jugaba al Scalextric en nuestro cuarto. Y gracias. Él vino para ser generoso y repartirnos el castigo. “¿Nos lo explicas? “, exclamaron mis padres a coro con la mirada clavada en Gonzalo. “Pablo jugó a la pelota con sus amigos y yo fui con el vecino al 'Campo de Tiro'. Él se mojó al venir a casa, en unos charcos que hay bajando la montaña del campo de fútbol. Yo le regalé todos esos casquillos de bala”. “Gonzalo, ¡estás castigado!”, gritó mi padre. Se hizo un silencio profundo y fui a comer. Al terminar pregunté a mi madre si podía ir a jugar con mi hermano. “Está castigado”, respondió mi padre por ella. Pero hice oídos sordos y cuando se echaron la siesta entré en mi cuarto. Mi hermano leía un libro en su cama y yo me senté a su lado. “Gracias”, le dije, al tiempo que le di un beso y me eché a leer junto a él.
Relato enviado por Antonio Castro
Gracias Antonio por enviar tu relato ;)
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