-Yo conocí al Viejo Vizcacha… -le dije al profesor cuando recitaba los versos del Martín Fierro.
-¿De verdad que usted lo ha conocido jovencito? – me preguntó irónicamente ante la risa desatada del resto de la clase.
-¡Sí señor! – respondí con seguridad.
-Pues entonces, niño, cuéntanos cómo fue ese encuentro…-exigió el españolizado profe.
Entonces comencé a contar mi pequeña historia: “Todos los veranos, con mi primo Francisco, pasamos las vacaciones en el campo de nuestros tíos Eduardo e Inés. Como ellos no tienen familia, nosotros pasamos a ser sus hijos adoptivos por quince días. Nuestra principal diversión es cabalgar unos matungos viejos muy mansos, pero no menos mañeros, que están gordos y lentos de haraganería. Los tíos solo se ocupan de darnos de comer y vigilar que nos lavemos antes irnos a la cama, una recomendación de nuestras madres que la tía Inés cumple religiosamente.
Del resto se encarga Jacinto Luna, el peón entrado en años que vive en una casita ubicada detrás del galpón donde se guardan las herramientas, la chatita Ford A y algunas bolsas de cereales. Jacinto es el que nos lleva a todas partes, desde arriar las vacas, atender la majada de ovejas y revisar los hilos de los alambrados, hasta levantar los huevos del gallinero.
De vez en cuando, con gran habilidad, Jacinto caza con sus boleadoras algunas perdices que después cocina a la parrilla; entonces cenamos con él.
Cuando esto sucede nos dice: ‘No hagan renegar a doña Inés. Coman conmigo así ella no tiene que cocinar’. Y la verdad es que a nosotros nos gusta más comer con Jacinto, porque nos cuenta laaaargas historias de gauchos matreros que andan vagabundeando por la zona. Dos veces a la semana vamos al pueblo a buscar las cartas y los diarios que recibe el tío; a veces la tía nos encarga que compremos el pan.
Lo que sí hacemos siempre, es llevarle algún pollo o pavo desplumado con algunos duraznos y peras al cura del pueblo, además de la infaltable bolsa de higos, que según la tía Inés, son la debilidad del padre Pedro.
Y fue a nuestro regreso de una de esas cabalgadas, que nos sorprendió una tormenta de viento y tierra. Para evitar la mojadura, Jacinto ordenó que apuráramos el trote para llegar lo antes posible a la tapera que está a medio camino. Cuando estábamos a unos 50 metros se largó el aguacero y llegamos al refugio todos empapados.
Grande fue nuestra sorpresa al encontrarnos con tres caballos atados a un árbol y observar que salía humo del interior de la casucha. Jacinto se apeó y nos hizo señas de silencio y que esperáramos en la galería. Al rato salió y nos ordenó que entráramos. Allí había tres gauchos mateando, uno de ellos era un viejo barbudo y sucio. ‘Estos son los gurises del patrón’ dijo Jacinto a modo de presentación.
Los jóvenes gauchos levantaron la vista y nos dieron la bienvenida; el viejo, mate en mano, nos miró con cara de malo y soltó: “Donde los vientos me llevan, allí estoy como en mi centro. Cuando una tristeza encuentro, tomo un trago pa’alegrame. A mi me gusta mojarme por ajuera y por adentro”, y lanzó una carcajada endiablada. “Tome un amargo compadre” - le dijo a Jacinto extendiéndole el mate.
“Al menos mójese las tripas pa’seguir andando”. Jacinto tomó el mate y agradeció la gentileza del viejo; luego, nos miró a nosotros, y para tranquilizarnos dijo: “Este es el gaucho Vizcacha, del que tantas historias les conté, y los mozos son los hijos de Martín Fierro, el gaucho errante de nuestras pampas”.
Entonces el viejo volvió a tomar la palabra y confirmó lo de Jacinto: “Ansí es, me llaman ‘el viejo vizcacha’, por avaro y mandón, pero recuerden siempre que el que gana su comida, bueno es que en silencio coma, ansina ustedes ni por broma, quieran llamar la atención, nunca escapa el cimarrón, si dispara por la loma”.
Cuando paró la lluvia montamos nuestros matungos y partimos en silencio rumbo a casa. Sólo hablaba Jacinto, que nos contaba sobre las penurias de los chicos Fierro y el aguante que tenían para con el Viejo Vizcacha. Andaban por la zona haciendo un gran arreo de ganado cuando fueron sorprendidos por la tormenta que los obligó a refugiarse en la tapera. Así conocí al Viejo Vizcacha”.
Cuando terminé mi relato se oía hasta el zumbido de las moscas. Todos, incluso el profe, estaban en silencio y con la boca abierta. Es que mi historia era real; yo había mateado con el Viejo Vizcacha y los hermanos Fierro, y eso fue a mediados del siglo XX, en medio de estas extensas tierras planas de horizontes infinitos.
Relato enviado por Jose Wallace
Gracias Jose por enviar tu relato ;)
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