EKATERINA
Sus ojos verdes penetraban inquietantes en los ojos de su marido buscando una explicación lógica a lo que acababa de ver.
Los ojos marrones de él buscaban causar compasión en ella.
Los ojos negros de la chica que estaba en la cama buscaban ocultar la risa que sus labios no podían disimular.
La mujer, la de ojos verdes, estaba en una habitación de paredes finas y llenas de grietas. Pintadas hace años y no vueltas a pintar jamás, esas paredes guardaban miles de historias: patadas de niños, manchas de alcohol en una esquina, firmas de chicas alrededor de las mesillas de noche y varios restos de pósters que fueron arrancados. La habitación pertenecía a un motel, el motel a donde van los hombres infieles a cometer adulterio, el motel de las indecencias.
- ¡Corre! – gritó el marido a la chica que estaba en la cama.
- ¡Tarde! – dijo la mujer de ojos verdes mientras apretaba el gatillo, dos veces.
Después del disparo, la mujer de ojos verdes corrió hasta su coche. Allí se sintió segura y a salvo. Dejó el arma sobre el asiento del copiloto y sonrió. La sonrisa se convirtió en risa y se desahogó así, riendo, de lo que había hecho: matar al hombre que la retuvo secuestrada dos años en su propia casa porque era un hombre celoso y posesivo, al hombre que la obligó a abortar porque no quería ser padre, al hombre que psicológicamente la había destrozado.
Arrancó el coche y condujo hasta un lugar apartado y se bajó. Allí se subió a otro coche, sabía que el regente del motel había pasado por situaciones parecidas y que la matrícula de su coche estaría en manos de la policía. Las situaciones parecidas habían sido ajustes de cuentas entre bandas callejeras y drogadictos que se matan por más droga. Ahora tenía otra, la de una mujer que se venga de su marido y de la amante de éste matándolos de un disparo, a ella en el pecho, a él en la cabeza.
En el nuevo coche condujo hasta llegar a la frontera con Rusia, puesto que ella vivía en Letonia desde que se casó. Allí cruzó a pie con una documentación falsa sin problemas. Lo había planeado todo, llevaba tiempo sabiendo cuáles serían los movimientos que ahora con precaución iba tomando. Le llevó muchas sesiones con un psicólogo y mucho dinero invertido en curarse de esa dependencia que sentía hacia su marido, pero finalmente se dio cuenta de lo que había hecho por él y de hasta donde había llegado: hasta abortar a su hijo.
Demasiado rencor que ahora se había convertido en alivio, sí, alivio porque él estaba muerto y no podía volver a hacerla sufrir. De nuevo sonrió con saberse libre. Mientras sonreía sentía la calle pasar bajo sus pies, inconsciente de lo rápido que caminaba, al ritmo de su corazón. Llegó al metro, no se acordaba de las líneas ni de cómo se cogía un metro, pero pidió ayuda y enseguida le supieron indicar. Varias horas más tarde llegó a su destino, San Petesburgo.
- ¡Katia! – dijo una anciana desde la ventana por la que veía pasar el día – Hija mía, cuántos años.
- Hola mamá. Deseaba verte.
- ¿Cómo estás cariño?
- Mejor que nunca.
- ¿Y Dima?
- Dima está muerto mamá.
- ¿Qué?, lo siento cariño – dijo la anciana mientras pasaba una de sus arrugadas manos por la espalda de su hija y la conducía dentro de la casa.
Dentro Katia le contó a su madre que Dima, su marido infiel, había muerto de un infarto mientras practicaba fútbol. Mentir a su madre le resultó tremendamente doloroso, pero peor sería contarle el porqué hizo lo que hizo: años de maltrato psicológico, aborto del que hubiera sido su único nieto, infidelidades y un largo etcétera.
La dulce anciana sacó unas sábanas de su armario y se las dio a su hija para que preparara la habitación. La habitación tenía las paredes pintadas de rosa claro, había cuadros pintados por ella misma y fotos de ella y sus amigas pegadas en todas partes. Los muebles, de madera y con barniz oscuro, estaban igual que la última vez que los vio. Una cama con un colchón viejo en el cual si te sentabas con fuerza notabas los muelles. Un escritorio lleno de libros de literatura antigua y con pequeño flexo para leer en las noches, al lado la estantería con el resto de libros y algunas figuras completaban la única decoración de la habitación. El armario era antiguo, había sido de su bisabuela, pero lo conservaba igual y dentro su ropa de soltera que no pudo llevarse a Letonia.
Miles y miles de recuerdos le vinieron a la cabeza mientras se acostaba en su cama. Cerró sus ojos y no pudo dormirse por mucho que lo intentó, había sido un día lleno de emociones de todo tipo y volver a San Petesburgo superaba en emoción al asesinato doble que había cometido esa misma mañana.
Su madre, en cambio, durmió su última noche completamente en paz. Quizá, a pesar del dolor que sintió Katia al despertar y encontrar a su madre sin vida, fue lo mejor que pudo haberle pasado. Horas más tarde la policía totalmente equipada para matar entró en la casa y se la llevó detenida para ser juzgada en Letonia.
Relato enviado por Tahis
Gracias Tahis por enviar tu relato ;)
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