Ser el alcalde de aquel pequeño pueblo suponía tener que acudir diariamente al ayuntamiento e intentar resolver los pequeños asuntos que hacían que todo lo relacionado con aquel pequeño municipio funcionara.
Arreglar por ejemplo el asfaltado del pueblo había sido uno de mis mensajes fuerza durante la campaña que me alzó como ganador de aquellas últimas elecciones.
Aunque también había sido el mensaje de mi amigo, vecino y adversario del partido contrario. Si yo fui elegido fue más debido a que mi familia era más numerosa. Y también ayudo el hecho de estar yo soltero, ya que eso me dejaba tiempo para estos menesteres burocráticos.
Pero lo que no era normal, al menos para un alcalde como era yo, era tener que escuchar lo que aquel personaje había venido a contarnos.
Y cuando empezó su alocución lo hizo diciendo lo que ya sabíamos. El pueblo se moría. Los jóvenes lo abandonaban para irse a las grandes ciudades. Y los mayores, pues se iban también pero a aquel lugar del que nadie ha vuelto.
Y siguió hablando de más cosas que ya sabíamos. Nuestro pueblo, además de ser pequeño, tenía de vecino a un gran pueblo, como era aquel que estaba a menos de cinco kilómetros, que con grandes monumentos y hostelería hacía que fuéramos aún más pequeños e insignificantes, y que los visitantes no pararan más que para preguntar como llegar al precioso pueblo de al lado.
Aquel visitante, un desconocido artista, al menos para mi y lo que era aún peor, para el buscador de internet google, había interpretado una visión y la estaba queriendo proyectar sobre nuestro pueblo, queriendo imponernos su personal estilo y ofreciéndonos aquello que ya dábamos casi por perdido que no era otra cosa que la salvación del pueblo.
Y era la mejor oferta que habíamos tenido. En realidad era la única. Nadie más había parado en nuestro pueblo para ofrecernos lo que aquella persona nos ofrecía.
En aquella reunión también había estado la concejala de cultura. María, que era como se llamaba, había permanecido callada durante toda la presentación. Y eso era precisamente lo que más me había desconcertado, ya que ella era de verbo fácil. Siendo una de las pocas solteras del pueblo nuestra relación había pasado por muchas fases. "Indiferencia" era quizás la más destacable, aunque no sabía muy bien por que la verdad. Pero éramos del mismo partido político y eso suponía tener que pasar mucho tiempo juntos, y ya se sabe, mejor no mezclar las cosas. Al menos no éramos de la misma familia.
- ¿Qué opinas? le pregunté al irse el portavoz de aquel extraño mensaje.
A lo que ella contestó.
- Opino que tenemos que pensarlo y darnos prisa. El ha dejado bien claro que tenemos una semana de plazo. Ni un día más ni uno menos.
- ¡Pues que se vaya a otro pueblo! contesté a María mientras ella se levantaba para dirigirse a su despacho. No me gustaba sentirme presionado. No estaba acostumbrado. Ser agricultor y llevar una vida tranquila era lo que yo siempre había querido. Yo no entendía de esas cosas.
Yo quería tener una legislatura tranquila. Mi padre fue alcalde y no tuvo que tomar decisiones así, lo mismo que mi abuelo, y mis tíos abuelos. Pero también era verdad que entonces el pueblo todavía no estaba en peligro de extinción.
Sobre la mesa estaba el informe que nos había presentado aquel individuo de aspecto normal, quizás demasiado para ser el portavoz de aquel increíble proyecto.
El pueblo se puede salvar y ser un referente en el mundo. El pueblo no “morirá”, más bien “nacerá”, saldrá de su letargo.
Y el habló especialmente de los colores.
- En la ciudad no hay colores, nos dijo.
- Y la gente que queremos vendrá de las ciudades. En la ciudad no hay cielos, ni se pueden ver los amaneceres, ni las puestas de sol. En la ciudad no hay tiempo para nada. Todo el mundo corre de un lado a otro, como gallinas sin cabezas, sentenció.
Y entonces explicó su plan en detalle. Yo jamás lo hubiera pensado. Lo que el me decía me sonaba a aquellos cuentos que de pequeño leí sobre temas fantásticos. Y el parecía totalmente convencido.
Pero para que aquello que el nos ofrecía se cumpliera había que pagar un precio. Uno quizás demasiado alto. Era como vender el alma del pueblo al diablo, al menos durante cinco años, y yo no sabía si podría hacerlo.
El proyecto marcaba bien a las claras las diferentes fases:
La primera era la de informar a los vecinos del pueblo sobre lo que debían hacer, que no era otra cosa que dejar pintar sus propiedades. Fachadas, ventanas, tejados, muros, incluso parte de los suelos de la carretera.
En caso de negarse no pasaría nada, pero perderían la ocasión de poder beneficiarse de aquella ocasión única.
En general las casas del pueblo necesitaban una mano de pintura, e incluso dos o tres, de eso no había duda. La pregunta que yo me hacía era si los vecinos dejarían que otros eligieran el color de las mismas.
La segunda fase se llevaría a cabo de forma simultánea. Pintores de brocha gorda plasmarían las ideas del artista y en menos de un año tendrían que tener acabado el gran lienzo, que no era otro que el pueblo. Basándose en un gama de colores muy alegres el artista haría del pueblo un gran cuadro cubista. Y como reclamo “el cuadro más grande del mundo en tres dimensiones”.
Color. Era la palabra que continuamente repetía aquella persona. Necesitamos mucho color. Lo llamaremos “Colorterapia” y es algo que ya está inventado nos dijo mientras sonreía abiertamente.
La arquitectura general del pueblo era la compuesta por las cuadradas formas de las casas, muy básicas, donde solo destacaba la iglesia con su campanario y tres o cuatro edificios con cierto valor histórico, los cuales serían respetados por el artista. Quizás se cubrirían con algunas lonas, pero quedo claro que nada de pintura sobre ellos.
El artista había llevado a cabo un estudio en profundidad de las posibles bondades del pueblo. Y hubo una en concreto que me sorprendió. No lo había pensado nunca. Su gran valor era que cambiaba cada día y que era único, irrepetible, con una gama de colores que variaba dependiendo la época del año, de los vientos que la peinaban, de las nubes que lo cubrían, de la lluvia que la refrescaba y sobre todo y más importante, dependía de los ojos con los que fuera visto.
Era el cielo de mi pueblo.
Ya impresas en hojas, dentro del informe, algunas de aquellas fotos demostraban que aquel visionario no se equivocaba. Más de cien diferentes cielos se mostraban, ordenados uno debajo de otro, hasta completar diez por hoja. Y eran diez también las hojas.
Otra de las ideas de aquel ser era potenciar la visión de un pueblo donde a las noches, si te asomas a la ventana, o sales a pasear, podrás ver y sentirte parte de la vía láctea. Las estrellas, a diferencia de en las ciudades, tenían un brillo especial.
Es decir, venderíamos también el espacio.
Y por último, otro de los puntos fuertes, era el agua. El agua en el pueblo, debido a su situación geográfica, justo en un punto donde convergían los grandes arroyos que desde las montañas traían el agua de las derretidas nieves, era de una gran calidad.
En resumen, cielo, espacio y agua serían los puntos fuertes de la campaña que como si de una gran agencia de publicidad el artista quería promocionar.
Hasta aquí todo podía ser más o menos ser interpretado de forma positiva. Promocionar el pueblo era el objetivo. Hacer que aquellos posibles visitantes parasen aquí era un sueño. Ser otro pueblo. Al menos parecer otro.
Pero solo había una condición. Una indispensable para ser llevado a cabo el plan.
El nombre del pueblo debería durante cinco años el apellido de una conocida marca de agua minerales. Aquella marca sufragaría los gastos de la pintura y promoción de aquella obra. “Asensio” que era como se llamaba el pueblo se llamaría ahora “Asensio Puravida”. Y bueno, siempre era mejor que llamarse “Asensio Coca-cola” o “Asensio Malboro”, pero en cierta forma el pueblo ya no sería nunca más el pueblo. Pero mejor un pueblo que sea un poco menos como era y poder asegurar su existencia. Y además, después de cinco años seríamos otra vez “Asensio” y ya nos habríamos elevado a la categoría de “pueblo con interés turístico” y podríamos seguir solos.
Aquella noche casi no dormí. Mi almohada tuvo que escuchar muchas de las dudas que aún yo tenía.
Cuando desperté y después de un sueño iluminador donde en la plaza del pueblo una gran estatua con mi esfinge rendía honores a mi decisión estaba ya convencido de lo que tenía que hacer. Aceptaría aquel trato.
Aquella nueva mañana, el día después al que sería conocido como el día más importante del pueblo decidí asomarme al balcón consistorial. Contemplando el grueso de las casas del pueblo pude imaginar el espectáculo de color y de luces.
Cuando María volvió a entrar en el despacho fue acompañada de un periódico en la mano.
En la portada se podía ver la fotografía del individuo que nos había visitado junto con un gran titular que ponía “Detenido y llevado a una clínica mental el conocido como diseñador de pueblos”.
Tras mirarnos durante unos segundos María y yo supimos que el pueblo había perdido su última oportunidad.
- ¿O quizás no? dijo María mirando la foto del periódico.
- El nos ha enseñado el camino, busquemos a un artista que nos ayude, además, solo el plan de un loco puede hacer que salgamos del problema que tenemos, dijo María mientras reía con grandes carcajadas.
Mientras pensé que aquella mujer tenía algo especial.
¿Y si mientras cenamos hablamos del asunto? le dije aprovechando que ella tenía bajada la guardia. Ella dejo de reír súbitamente y temí lo peor, pero con un "te espero a las nueve en mi casa" se despidió.
El pueblo sobreviviría, al menos una generación más, o eso quise pensar en aquel momento mientras me quedaba pensando en aquel extraño individuo que como un recuerdo fugaz había elegido pasar y de alguna manera quedarse para siempre en nuestro querido pueblo.