09 mayo 2008

'Ya nada es lo que parece' de Andrés López Muñiz

Ya nada es lo que parece de Andrés López Muñiz

Aquella noche no se celebraba nada especial; no era festivo, nadie había acabado la carrera ni cobrado su primer sueldo. Salimos de copas sin esperar encontrar a la mujer de nuestra vida al lado o detrás de las barras de los bares que poco a poco íbamos cerrando. El sabor amargo del whisky se mezclaba con las risa y el humo denso de los cigarros, jurando que cada uno que fumásemos sería el último antes de abandonar el vicio. Las tres, las cuatro, las cinco, las seis, las siete... cada giro de muñeca para mirar el reloj se convertía en un desafío al tiempo que nos quedaba juntos. Porque nadie de los que estaban allí se podía imaginar que no me volvería a ver en siete años tras despedirse a la salida de aquel after que olía a sudor y cerveza.

Ni siquiera yo.

El portero nos obligó a vaciar nuestras copas calientes en un vaso de plástico; Jaime, como siempre, se negó, y después de compartir unas palabras nada amistosas, decidió tragársela de penalti, con su arcada correspondiente. Susana y Pablo seguían a su rollo; tenían una relación muy peculiar, porque transcurría en paralelo a las estaciones: caliente en verano, se le caían las hojas en otoño y se congelaba en invierno; lo que sucedería en primavera estaba por ver. David, como siempre, había hecho un amigo con el que discutía del calentamiento global y las energías renovables, un tema interesantísimo a esas horas de la madrugada. Buscando su abrigo entre una montaña de chaquetones, chupas y bolsos estaba Gero; era bastante gracioso ver como acusaba a un grupo de tíos de haberle robado su cazadora. Antes de buscarnos un problema tonto , lo agarré por el brazo y me lo llevé a la fuerza convenciéndole de que esa noche había salido sin nada para resguardarse de la lluvia, aunque la verdad es que lo hacía para no perderla, como le ocurría cada vez que salía. Media ciudad estaba vestida con su ropa, sin exagerar.

El amanecer amenazaba. Los despertadores sonaban; las duchas de agua caliente comenzaban a correr; el café con leche y galletas; en la radio Iñaki Gabilondo; bajar al garaje, coger el coche y entrar a trabajar con las caras largas y el pelo mojado. La rutina. Y yo saliendo de aquel antro, apestando a alcohol, demacrado y acompañado de los que supuestamente fueron mis amigos durante cinco años de carrera. Alguien dijo de tomar la última, y su voz sonó como la nada de la historia interminable. Nos despedimos como tantas otras veces habíamos hecho, edulcorando la amistad con abrazos y besos, y nos separamos, cada uno por su camino, por su camino en la vida. Comencé a andar, notando que no era capaz de mantener una línea recta ni de sostener la cabeza erguida; al cruzarme con la gente sentía vergüenza de mi mismo, porque debía tener un aspecto como para darme de comer aparte, y al mirarme en los reflejos de los escaparates me entraba la risa floja, porque no me extrañaba que acabase la noche sólo con las pintas que tenía. Pasé por delante de una panadería, y el olor a bollos recién hechos hizo que mi estómago suspirase de hambre; metí las manos en los bolsillos y encontré las sobras del alcohol: un par de euros que serían los mejor invertidos de la juerga. La dependienta era una chica de unos treinta años, morena y de ojos claros; la verdad es que no estaba nada mal, aunque creo que mi balbuceo para pedir una empanadilla no fue de lo más seductor que he dicho en mi vida. Ni siquiera me sonrió, y esa es una de las pocas cosas que casi siempre soy capaz de arrancar de una mujer. Estaba claro que tenía que irme a dormir.

Llovía; de los portales comenzaban a salir niños de uniforme con mochilas que parecían losas a sus espaldas; los parabrisas de los coches que comenzaban a circular componían en el pentagrama del asfalto la banda sonora de la mañana. Semáforos en ámbar. Las ocho y cuarto. Barrenderos mirándome con cara de asesino mientras recogían botellas rotas del suelo, y algún universitario con la carpeta brazo dirigiéndose a la biblioteca pensaría que ya llegaría su turno. El camino que había recorrido tantas veces, algunas acompañado pero la mayoría sólo, se hacía eterno, y en mi cabeza empezaba a resonar el eco de una resaca muy madrugadora. Y aquella canción que no podía apartar de mi cabeza; la había escuchado tantas veces y ahora no recordaba el autor, por más que lo intentaba. El quiosco de la esquina ya estaba abierto, y los periódicos colocados unos encima de otros. Los observé detenidamente, porque todos tenían algo en común: Viernes 3 de febrero. Mi cumpleaños había terminado. Y nadie se había acordado. Ella tampoco.

Nos conocimos sin conocernos; coincidimos durante un par de años en unas cuantas clases de la facultad, pero nunca llegamos a hablar ni a intercambiar frases de circunstancia en los pasillos. Recuerdo que un día nos cruzamos por la calle; llovía, como no. Ella llevaba un abrigo rojo que llamaba mucho la atención, y un paraguas verde claro muy gracioso. Yo caminaba bajo los soportales, haciendo malabarismos para no empaparme. Nuestras miradas se cruzaron, y nos saludamos con un hola muy tímido. En ese momento me di cuenta de que la chica estaba bastante bien. Una hora después entré en una cafetería a comprar tabaco, y la encontré sentada de frente al lado de la máquina, hablando con un tío de esos que parecen que desayunan ocho claras de huevo todos los días. Esta vez nos sonreímos. Al intentar meter las monedas del cambio en el vaquero, se me cayó una, que fue rodando hasta llegar a sus pies. Ella se inclinó suavemente para cogerla y me la dio, acariciándome la mano de una forma muy sensual, mientras me miraba fijamente con sus grandes ojos marrones. Olía a chocolate. Creo que nunca nadie consiguió ponerme tan nervioso; de hecho, no fui capaz de darle las gracias con palabras; sólo con una media sonrisa tonta y un ligero movimento de labios sin voz tras ellos. Desde aquel instante supe que algún día dormiría a mi lado. Ocurrió en octubre del año siguiente; acabábamos de comenzar el curso. Yo había pasado encerrado en casa casi un mes, y no por estudiar, sino porque una mononucleosis me había dejado hecho polvo. Así que la primera noche de fiesta tras la lesión, estaba convencido de que me iba a comer el mundo; por eso precisamente no ocurrió nada, salvo que acabé vomitando en el fregadero de mi casa. Una semana después, un jueves cálido de otoño, en un pub en el que todavía no me conocían los camareros, me volvió a sonreír a lo lejos; esperé un par de minutos haciéndome el despistado dejándome llevar por la corriente humana y de pronto nos encontramos cara a cara; yo le dije hola. Ella me respondió a la mañana siguiente con un beso bajo las sábanas de mi cama.

Por fin había llegado al portal de mi casa; cogí las llaves del bolsillo derecho de los vaqueros empapados y tras unos segundos eligiendo la correcta, la puse en la cerradura. Estaba vieja y oxidada, así que tardé un par de minutos y unos cuantos giros de muñeca en abrir la puerta. Caminé hasta el ascensor, y comprobé con resignación que todavía no lo habían arreglado, y eso es una putada cuando no vives en el primero, así que antes de iniciar el ascenso, me senté tranquilamente a fumar un cigarro en las escaleras. Miré a los buzones, y me levanté para abrir el mío. Séptimo B. Publicidad, facturas de luz y agua, una misiva de una especie de secta, una carta equivocada...y una postal que me sorprendió como a un niño la mañana de Reyes. Era de un atardecer en el Bratislava. Sonreí. Habían pasado casi ocho meses desde la última vez que nos habíamos visto, y desde entonces no volvimos a saber nada el uno del otro. La leí en la penumbra del rellano:

Hola!

Sabes? Estar en esta ciudad es un estado de ánimo.

Extraño adivinar lo que piensas.

Ven a verme

Besos

Lena

No sé cuanto tiempo estuvimos juntos desde aquella noche de octubre, porque nunca nos comprometimos en serio. Ninguno de los dos estaba dispuesto a tener una relación de cafeterías, cines y paseos por la tarde. Solíamos hablar de viajar juntos, de coger de un tren que no nos llevase a ningún sitio esperado, y de vivir la vida sin preocuparse por lo que dejas atrás, aunque en el fondo sabíamos que eso nunca ocurriría; es mejor quedarse con un viaje imaginado que con una realidad típica. Nunca hasta entonces había conocido a alguien que tuviese los mismos sueños, las mismas preocupaciones y que completase mis frases inacabadas; cuando nos encontrábamos en una conversación con más gente, era frecuente que dijésemos al mismo tiempo nuestra opinión, o un simple comentario absurdo, pero lo curioso es que coincidían, como una ecuación sin incógnitas, en tiempo y en espacio. Era tan perfecto que asustaba. Por eso, cuando una mañana de domingo me desperté sólo en mi habitación, sin ella a mi lado, no me hice preguntas. Se había marchado el día anterior, sin despedirse. Seguí mi vida sin darle importancia, porque cada vez que algo me recordaba a ella no lo podía soportar, y apartando su imagen de mi cabeza conseguí guardar su cara y su cuerpo en un baúl anclado en lo más profundo de mis recuerdos. Porque el recuerdo es el inicio del olvido.

Durante todos estos meses había estado esperando este momento; sabía que algún día me pediría que me fuese con ella, porque yo no podía estar tan equivocado en algo tan evidente como que nos completábamos el uno al otro. Pero es que en estos momentos, a las nueve de la mañana, lo único que sentía era la última copa de garrafa en mi estómago pidiendo la libertad a gritos. Siete pisos andando y ganas de vomitar? El resultado está claro: regalito en el rellano del segundo. Y también en el quinto. Dicen que lo que te sienta mal es la última copa, y no las nueve mil que te bebiste antes. En fin...

Abrí la puerta con sigilo. Mis dos compañeros de piso estarían durmiendo o follando, una de dos. Eran buenos tíos, lo que pasa es que llevaba viviendo con ellos demasiado tiempo, y eso al final acaba deteriorando todo tipo de relación. Hasta la amistad más sincera y profunda se quema con la convivencia, por eso siempre pensé que tener lejos a las personas que te importan significa echarlas de menos, y echarlas de menos significa que te importan. La distancia a veces significa estar cerca.

Caminé por el pasillo apoyando la mano en la pared, y el sudor frío que recorría mi cara me indicaba insistentemente mi destino, al fondo. Mientras vomitaba con la cabeza metida en el váter, me preguntaba si era amor el sabor amargo que inundaba mi boca, y si todo estos meses convenciéndome de que ella no existió nunca realmente eran una espera impaciente de volver a su lado. Conseguir engañarse a uno mismo resulta más sencillo que a los demás, como cuando te convences de una historia que no has vivido y poco a poco la vas integrando entre tus recuerdos, hasta el punto de convertirla en real. Me levanté tras tres intentos fallidos, abrí el grifo y me eché agua por la cara. Levanté la vista, y el espejo me desveló que estaba llorando. Me sequé en la única esquina de la toalla que parecía estar limpia, apagué la luz y entré en mi habitación. Me fui desvistiendo poco a poco, de la manera menos torpe que mi estado me permitía, hasta quedarme completamente desnudo. Me metí en la cama deshecha, y recuerdo quedarme dormido antes de apoyar mi cabeza sobre la almohada.

El sonido de una canción brasileña envolvía la casa, mezclándose con el crujido de las olas del mar que penetraban por dos grandes ventanas, acompañando a la luz clara y brillante de la mañana. Olía a madera y a jazmín, y una brisa suave hacía bailar las cortinas. Era una cabaña de madera clara, con varios cuadros de colores colgados de la pared y un grabado de una pareja mirándose a los ojos sobre una gran cama deshecha. En una esquina una planta con flores amarillas trepaba hasta el techo, dibujando una sinuosa silueta en el rincón.. La puerta estaba abierta, y tras ella una pequeña terraza con dos asientos de mimbre desde los que se contemplaba la inmensidad del océano azul. Un libro de fotografía y un par de copas con un cóctel anaranjado, de los que sobresalían unas sombrillitas amarillas, reposaban sobre una pequeña mesa con las patas talladas en cobre. Ella llevaba un vestido blanco escotado, con una falda de volantes, y un gran collar de perlas marrones que le llegaba hasta el ombligo; estaba apoyada en la barandilla, y el viento alborotaba delicadamente su pelo castaño, mientras movía sus caderas al ritmo del sonido de los tambores tribales y de una voz portuguesa rasgada e inocente. Yo me acercaba sigilosamente por detrás, cogía una copa y la abrazaba mientras le besaba el cuello, con la felicidad por testigo.

Me desperté aturdido sin saber si estaba, como en otras ocasiones, en el sofá de una casa ajena o en la cama de una chica engañada. Miré el despertador. Las once y media de la mañana. Apenas había dormido un par de horas, pero algo en mi interior me decía que tenía que levantarme. El cuerpo dolorido, como si me hubiesen pegado una paliza, el dolor de cabeza y las náuseas eran las palabras por las que comenzaba el arrepentimiento de una noche muy extraña. Estaba desnudo, y la ventana que me había dejado abierta permitía entrar los grados bajo cero del invierno, además del ruido de coches y trasiego de gente en la calle. Al incorporarme y sentarme en la cama, comenzaron a girar los objetos de una forma horrorosa; tras cinco minutos con la cabeza apoyada sobre mis manos, conseguí levantar la mirada. En el suelo, sobre la selva de ropa que había dejado tirada se encontraba la postal. La cogí, y la comencé a leer una vez detrás de otra, intentando encontrar una explicación a todo lo que me decía, hasta que me di cuenta de que lo único que verdaderamente tenía sentido era la necesidad de marcharme. La única constante de mi vida.

Estuve bajo la ducha una media hora, con los ojos cerrados y la mente en blanco, porque no quería pensar en las consecuencias de mi impulso, y dejarme llevar de una vez por todas en mi puta vida, olvidando todo aquello que me había llevado a ser la persona en la que nunca quise convertirme: alguien precavido, cobarde y arrogante. Me sequé de nuevo con la única esquina de la toalla que parecía estar limpia y me puse unos vaqueros viejos y una camiseta negra que tenía What Ever escrito grandes letras rosas y blancas. Saqué del armario mi vieja mochila verde, y comencé a llenarla: ropa, un walkman, unas cuantas cintas de música, un neceser, una libreta de tapas amarillas y un lápiz apenas usado. Con esto tendría suficiente. Cogí un par de cajas grandes de un armario de la terraza y coloqué en ellas el resto de mis cosas, que no eran muchas, la verdad. En la habitación comenzaba a sentirse el eco del vacío.

Me puse mi gastada chupa de cuero, la mochila al hombro y me deslicé sigilosamente por el pasillo, porque no quería despertar a mis compañeros; si lo hacía, tendría que dar explicaciones o inventarme una excusa tonta, y la verdad es que ya tenía bastantes dudas en lo que estaba haciendo como para que alguien tuviese que reprochar mi actitud; no necesitaba otro estás loco en mi vida.

Dejé las llaves encima del recibidor, y abrí la puerta; antes de darme cuenta había atravesado el umbral, y al encontrarme sólo en el silencio del pasillo supe que no volvería a entrar en esa casa en la que había pasado momentos de todo tipo, buenos y malos, como la primera vez que después de una noche de juerga ella vino a dormir, o la cantidad de gritos y risas que destilé con mis amigos en las largas noches de primavera, entre cervezas y humo de tabaco.

La calle estaba llena de vida; furgonetas aparcadas delante del supermercado realizando el reparto del día, señoras cogidas del brazo, parejas tonteando en las esquinas, coches en doble fila...era la ciudad en la que viví muy buenos momentos, la verdad, pero ahora estaba dispuesto a largarme a cualquier precio. Este precio me recordó que no tenía nada en la cartera, y que tendría que sacar dinero, aquel que había ahorrado los últimos dos años para comprarme una guitarra eléctrica. No es que supiese tocar, es decir, no tenía ni puta idea, pero de aprender quería hacerlo a lo grande y no con una española que suena como a cascabel y mandolina. Cuatrocientos euros de golpe en el bolsillo; jamás había dispuesto de tal cantidad. Caminé bajo los soportales, porque aunque no llovía, los restos de la tormenta de la noche goteaban por las cañerías, empapando la acera y dejando en el ambiento un olor de polvo mojado.

La estación de tren no se encontraba muy lejos, a unos cinco minutos en línea recta desde mi casa. Mientras caminaba, intenté recordar el sonido de su voz, pero no era capaz de lograrlo; dicen que cuando tratas de olvidar a una persona, lo primero que se borra es eso; sin embargo podía reproducir perfectamente su risa; de hecho, desde que se marchó, revoloteaba todos los días por los lugares más recónditos de mi memoria, y cada vez que se posaba, era capaz de arrancarme una sonrisa a mi también.

Entré por la puerta giratoria en la estación: un gran reloj dominaba el hall, y un panel electrónico indicaba las próximas salidas y llegadas, todas ellas con retraso. Prácticamente estaba vacía; una mujer con una niña pequeña sentadas en los bancos azules de la sala de espera, y un hombre de unos cuarenta años apoyado en una columna con una gran maleta a sus pies hablando por el móvil y fumando un cigarro eran las únicas personas que estaban esperando el inicio su viaje, o el regreso de alguien querido. Se anunció por megafonía la salida del próximo tren en un par de minutos; me dirigí rápidamente a la taquilla, y compré un billete. Andén número cuatro, justo el que se encontraba más lejos. Salí hacia las vías, y corrí por las escaleras y los pasillos que pasaban por debajo, hasta encontrarme cara a cara con el inicio de mi viaje. Subí al tren y me senté en un vagón en el que no había nadie. Las puertas se cerraron. Sonó un silbato muy cercano y comenzó a moverse. Cogí el walkman y comencé a escuchar la que un día no muy lejano fue nuestra canción. Miré por la ventana llena de gotas como poco a poco me iba alejando de mi ciudad, y un escalofrío recorrió mi cuerpo ante el temor de enfrentarme a lo desconocido, a una nueva vida...

Ha pasado mucho tiempo desde aquel día; he vivido cosas que nunca habría imaginado, llorado, reído y conocido gente de todo tipo. Incluso creo que me enamoré otra vez. Pero esta vez las cosas me salieron bien.

Me llamo Andrés. Tengo veintinueve años.

En la sociedad cada uno es un pequeño segundo. Varios pequeños segundos componen un minuto relativo, formando las grandiosas horas que vierten sus aguas cada veinticuatro sueños. Trescientas sesenta y cinco maneras de creer amar. Cada cuatro años, surge una nueva y son trescientas sesenta y seis, Y al final, se esfuman. Porque todo es igual y ya nada es lo que parece.

Relato enviado por Andrés López
Gracias Andrés por enviar tu relato ;)